Seguro que es un tema que ya os suena. El eterno debate entre el que compra y el que vende, aunque en este caso se trate de servicios. Ya es bastante difícil que un cliente entienda el valor que podemos aportar a su organización como profesionales, como para que encima considere que el precio de nuestro servicio es justo.

Probablemente ya habréis visto esta historia circulando por las redes sociales en varias ocasiones, pero lo resumo aquí como ejemplo claro:

Un ingeniero acudió a una empresa a reparar un ordenador muy complejo. Tras teclear en el equipo, lo apagó, sacó un pequeño destornillador, ajustó un tornillo y volvió a encender el ordenador. Comprobó que funcionaba correctamente y dio por terminada la reparación.

Cuando el director de la empresa preguntó por el precio de la misma y el ingeniero le dijo 1.000$, pensó que era un abuso y pidió una factura detallada, que recibió al día siguiente:

– Apretar un tornillo ………………..        1$
– Saber qué tornillo apretar ………   999$

El valor de un profesional está también en lo que sabe y no solo en lo que hace

Desgraciadamente yo también suelo encontrarme en esas situaciones. Cuando parece que te resulta muy fácil solucionar ciertos problemas o te lleva poco tiempo construir un cuadro de mando, diseñar un modelo de datos, redactar un procedimiento o recomendar la aplicación adecuada para cubrir una necesidad puntual de un cliente, tus honorarios parecen caros.

Yo procuro huir lo antes posible de ese tipo de clientes que no valora mi «saber-hacer». No quiero pasarme el resto de mi relación profesional con ellos justificando lo que hago.  En la primera ocasión en la que tengo que presentar una propuesta ya dejo muy claro el precio de mis servicios y las condiciones de pago. Es el momento de decidir si quieren trabajar conmigo o no, pero mi tarifa de servicios y las condiciones de pago no se discuten.

Suelo explicar a los clientes la cantidad de horas que tengo que dedicar a estar al día en un sector en el que las novedades se suceden a diario y corres el riesgo de quedar obsoleto al mínimo despiste. Los congresos, seminarios, conferencias y materiales que tengo que gestionar para seguir aportando valor a los clientes. Los artículos que escribo, la documentación que preparo, los materiales para los cursos y la cantidad de herramientas que componen mi sistema de información de forma que sea capaz de filtrar el exceso de información para estar al día sin que me desborde.

Saber-hacer

** Imagen de mars_discovery_district en Flickr

También hay que explicar la cantidad de proyectos en los que te has dejado la piel para cubrir las necesidades del cliente, en un proceso de mejora continua personal y profesional. Cada proyecto es un reto. Las necesidades de cada nuevo cliente son distintas, y tu tienes que adaptarte a cada organización, descubrir su «tempo» para adecuar tu velocidad de trabajo a su capacidad para asimilar el cambio.

Este último punto es muy curioso, el del «tempo» del cliente. Cuando llego a una empresa, analizo la situación y propongo un plan de trabajo, el cliente pregunta cuanto tiempo me va a llevar esto. La respuesta casi siempre es compleja. Si se trata de un proyecto muy concreto, con una lista detallada de requisitos, por ejemplo para un Cuadro de Mando, mi experiencia en proyectos anteriores me permite sacar sin problema una estimación bastante acertada.

Sin embargo, si se trata de un proceso de mejora de la organización, implantando nuevos procedimientos de trabajo, modificando sistemas, añadiendo indicadores y formando a las personas en habilidades, el tiempo depende sobre todo de ellos. Es una lección que me ha llevado un tiempo aprender. Hay que mover el proyecto a la velocidad máxima del cliente, es decir, aquella a la que consigues extraer el máximo potencial del equipo sin llegar a quemarlo. Y no todo el mundo dentro del equipo evoluciona a la misma velocidad.

Como describía Eliyahu M. Goldratt en su Teoría de Las Limitaciones (T.O.C.):

“La organización de las actividades de trabajo y toda la organización en su conjunto sería como una cadena formada de eslabones de distintos grosores (fortalezas)”.
“Una mejora en la fortaleza (grosor) del eslabón más débil, sí mejora la fortaleza del conjunto de la cadena”.
“Un fortalecimiento de cualquier otro eslabón no variará la fortaleza del conjunto de la cadena, pero sí el peso de ella”.

Nuestro «saber-hacer» como profesionales incluye la capacidad de determinar dónde hay que actuar en cada momento dentro de la organización para aumentar al máximo la fortaleza de la cadena, incrementando su peso lo menos posible.

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